Cada detalle de información que el hombre prehistórico halló acerca de los materiales que lo rodeaban es, en esencia una contribución al conocimiento químico. Cuando el hombre aprendió, por primera vez, que la madera ardía y las piedras no, y luego pasó esta información a otros, realmente adelantó el primer paso hacia la adquisición del conocimiento químico.
Durante sus tempranos días de la vida sobre la Tierra, el hombre adquirió un gran conjunto de información acerca de las propiedades de la materia. Aprendió a extraer metales de la tierra y a convertirlos en utensilios, a fabricar el vidrio, a emplear medicinas, aceites y colorantes a partir de los recursos animales y vegetales. Sin embargo, como no hubo un intento exitoso de clasificar y correlacionar esta nueva fuente de conocimiento, se progresó poco hacia la ciencia química.
Los primeros metales debieron de encontrarse en forma de pepitas. Y con seguridad fueron trozos de cobre, plata o de oro, ya que éstos son de los pocos metales que se hallan libres en la naturaleza. El color rojizo del cobre, el tono amarillo del oro y el gris plateado de la plata, debieron de llamar la atención, y el brillo metálico, mucho más hermoso y sobrecogedor que el del suelo circundante, incomparablemente distinto del de las piedras corrientes, impulsaban a cogerlos. Indudablemente, el primer uso que se dio a los metales fue el ornamental.
El acontecimiento histórico más conocido de la Edad del Bronce (bronce: aleación metálica de cobre y estaño) fue la guerra de Troya, en la que soldados con armas y corazas de bronce disparaban flechas con punta de este metal contra sus enemigos. Un ejército sin armas de metal estaba indefenso frente a los «soldados de bronce», y los forjadores de aquella época gozaban de un prestigio semejante al de nuestros físicos nucleares.
La suerte iba a favorecer de nuevo al hombre de la Edad del Bronce, que descubrió un metal aún más duro: el hierro. Por desgracia era demasiado escaso y precioso como para poder usarlo en gran cantidad en la confección de armaduras. En efecto, en un principio las únicas fuentes de hierro eran los trozos de meteoritos, naturalmente muy escasos. Además, no parecía haber ningún procedimiento para extraer hierro de las piedras.
La “Edad de Hierro” (aprox. 1.500 - 500 a.C.) se inició con el descubrimiento del secreto para fundir este metal, el cual requiere de un calor más intenso que para fundir el bronce, lo cual se lograba utilizando hornos alimentados con carbón vegetal y suministrando aire mediante un fuelle. El hierro en sí no es demasiado duro, pero podía mejorarse su dureza dejando que permaneciera en contacto con el carbón, formando la aleación que ahora conocemos como “acero”.
Para el “Período Helenístico” (300 a.C.-600 d.C.) ya se conocían además de los metales nativos oro, plata y cobre, el azufre, que podía encontrarse en forma natural cerca de los volcanes o aguas termales, y el carbón, extraído naturalmente de la tierra o producido por la combustión de la materia vegetal. Asimismo, se conocían otros metales como hierro, plomo, estaño y mercurio que eran obtenidos de los minerales que los contienen por descomposición térmica o por reducción con fuego de leña y suministro de aire con un fuelle.
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